ACTO PREPARATORIO DE LA NOVELA "AL FILO DEL AGUA"

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PUEBLO de mujeres enlutadas.  Aquí, allá, en la noche, al trajín del amanecer,

en todo el santo río de la mañana, bajo la lubre del sol alto, a las luces de la tarde

-fuertes, claras, desvaídas, agónicas-; viejecitas, mujeres maduras, muchachas de

lozanía, párvulas; en los atrios de iglesias, en la soledad callejera, en los interiores

de tiendas y de algunas casas -cuán pocas- furtivamente abiertas.

 

 

Gentes y calles absortas.  Regulares las hiladas de muros, a grades lienzos vacíos.  Puertas y

ventanas de austera cantería, cerradas con tablones macizos, de nobles, rancias maderas,

desnudas de barnices y vidrios, todas como trabajadas por uno y el mismo artífice rudo y

exacto. Pátina del tiempo, del sol, de las lluvias, de las manos consuetudinarias, en los

portones, en los dinteles y sobre los umbrales.  Casas de las que no escapan rumores, risas,

gritos,  llantos; pero a lo alto,  la fragancia de finos leños consumidos en hornos y

cocinas, envuelta para regalo del cielo con telas de humo.

 

 

En el corazón y en los aledaños al igual hermetismo.  Casas de las orillas, junto

al río, junto al cerro, al salir de los caminos, con la nobleza de su cantería, que

sella dignidad a los muros de adobe.

 

 

Y cruces de remate de la fachada más humilde, coronas de las esquinas, en las paredes

interminables; cruces de piedra, de cal y canto, de madera, de palma; unas, anchas,

otras altas; y pequeñas y frágiles, y perfectas, y toscas.

 

 

Pueblo sin fiestas, que no la danza diaria de sol con su ejército de vibraciones.

Pueblo sin otras músicas que cuando clamorean las campanas, propicias a doblar

por angustias, y cuando en las iglesias la opresión se desata en melodías

plañideras, en coros atiplados y roncos.  Tertulias, nunca.  Horror al baile: ni por

pensamiento:  nunca, nunca.  Las familias entre sí se visitan sólo en caso

de pésame o enfermedad, quizás cuando ha llegado un ausente mucho tiempo

esperado.

 

 

Pueblo seco, sin árboles ni huertos.  Entrada y cementerio sin árboles.

Plaza de matas regadas.  El río enjuto por los mayores meses; río de grandes

losas brillantes al sol.  Áridos lomeríos por paisaje, cuyas líneas escuetas

van superponiendo iguales horizontes.  Lomeríos.  Lomeríos.

 

 

Pueblo sin alameda.  Pueblo de sol, reseco, brillante.  Pilones de cantera, consumidos, en las

plazas, en las esquinas. Pueblo cerrado.  Pueblo de mujeres enlutadas.  Pueblo solemne.

 

 

La limpieza pone una nota de vida.  Bien barridas las calles.  Enjalbegadas las casas y

ninguna, ni en las orillas, ruinosa.  Afeitados los varones, viejos de cara cenceña

muchas chapeteados, muchachos pálidos, de limpias camias, de limpios pantalones;

limpios los catrines, limpios los charros, limpios los jornaleros de calzón blanco.

Limpias las mujeres pálidas, enlutadas, pálidas y enlutadas, que son el

alma de los atrios, de las calles ensolecidas, de las alcobas furtivamente abiertas.

Nota de vida y de frescura, las calles  bien barridas bajo el sol y al cabo del día,

entre la noche.  Mujeres enlutadas, madrugadoras, riegan  limpieza desde secretos pozos.

 

 

En cada casa un brocal, oculto a las miradas forasteras, como las yerbas florecidas en

macetas que pueblan los secretos patios, los adentrados corredores, olientes a frescura

y a paz.

 

 

Muy más adentro la cocina, donde también se come y es el centro del claustro familiar.

Allí las mujeres vestidas de luto, pero destocadas, lisamente peinadas.

 

 

Luego las recámaras.  Imágenes.  Imágenes.  Lámparas.  Una petaquilla

cerrada con llave.  Algún armario.  Ropas colgadas, como ahorcados fantasmas.

Canasta con cereales.  Algunas sillas.  Todo pegado a las paredes.  La cama,

las camas arrinconadas (debajo, canas con ropa blanca).  Y en medio de las piezas,

grandes, vacíos espacios.

 

 

Salas que lo son por sus muchas sillas y algún canapé.  No falta una cama.

La cama del señor. En las rinconeras, las imágenes principales del pueblo y del hogar,

con flores de artificios, esferas y tibores. La Mano de la Providencia, el Santo Cristo,

alguna Cruz Milagrosa que fue aparecida en algún remoto tiempo, a algún

ancestro legendoso.

 

 

De las casa emana el aire de misterio y hermetismo que sombrea las cales y el pueblo.

De las torres bajan las órdenes que rigen el andar de la casa.  Campanadas de hora fija,

clamores, repiques.

 

 

Pueblo conventual.  Cantinas vergonzantes.  Barrio maldito, perdido entre las breñas,

por entre la cuesta baja del río seco.  Pueblo sin billares, ni fonógrafos, ni pianos.

Pueblo de mujeres enlutadas.

 

 

El deseo, los deseos disimulan su respiración.  Y hay que pararse un poco para oírla,

para entenderla tras de las puertas atrancadas, en el rastro de las mujeres con luto,

de los hombres graves, de los muchachos colorados y de los muchachillos pálidos.

Hay que oírla en los rezos y cantos eclesiásticos adonde se refugia.

Respiración profunda, respiración de fiebre a fuerzas contenida.

Los chiquillos no pueden menos que gritar, a veces. Trepidan las calles.  ÁCantarán

las mujeres!  No, nunca, sino en la iglesia los viejos coros de generación en

generación aprendidos.  El cura y sus ministros pasan con traje

talares y los hombres van descubriéndose; los hombres y las mujeres enlutadas, los

niños, les besan la mano.  Cuando llevan el Santísimo, revestidos, un acólito

Ðrevestido- va tocando la campanilla y el pueblo se postra; en las calles, en la plaza.

Cuando las campanas anuncian la elevación y la bendición,, el

pueblo se postra, en las calles y en la plaza.  Cuando a campanadas lentas,

lentísimas, tocan las doce, las tres y la oración, se quitan el

sombrero los hombres, en las calles y en la plaza.  Cuando la Campana Mayor, pesada,

lentísimamente, toda el alba, en oscuras alcobas hay toses de

ancianidad y nicotina, toses leves y viriles, con rezos largos, profundos, de sonoras cuerdas

a medio apagar; viejecitos de nuca seca, mujeres y campesinos madrugadores arrodillados en

oscuros lechos, vistiéndose, rayando fósforos, tal vez bostezando, entre palabras

de oración, mientras la Campana ronca da el alba con solemne lentitud, pesadamente.

 

 

Los matrimonios son en las primeras misas.  A oscuras. O cuando raya la claridad, todavía

indecisa. Como si hubiera un cierto género de vergüenza.  Misteriosa.  Los matrimonios

nunca tienen la solemnidad de los entierros, de las misas de cuerpo presente, extendiéndose

por el cielo como humo; cuando los tres  padres y los cuatro monagos vienen por el atrio,

por las calles, al cementerio, ricamente ataviados de negro, entre cien cirios, al son

de cantos y campanas.

 

 

Hay toques de agonía que piden a todo el pueblo, sobre los patios, en los rincones de la plaza,

de las calles, de las recámaras, que piden oraciones por un moribundo.

Los vecinos rezan el "Sal, alma cristina, de este mundo... y la oración de la Sábana Santa.

 

 

Cuando la vida se consume, las campanas mudan ritmo y los vecinos tienen cuenta de que un

alma está rindiendo severísimo Juicio.  Corres una común angustia por

las calles, por las tiendas, entre las casas.  Algunas genes que han entrado a ayudar

a bien morir, se retiran; otras, de mayor confianza, se quedan a ayudar a vestir al difunto,

cuando sea pasado un rato de respeto, mientras acaba el Juicio, pero antes de que el cuerpo

se enfríe.

 

 

Las campanas repican los domingos y fiestas de guardar.  También los jueves en la noche.

Sólo son alegres cuando repican a horas de sol.  El sol es la alegría del pueblo,

una casi incógnita alegría, una disimulada alegría, como los afectos, como

los deseos, como los instintos.

 

 

Como los afectos, como los deseos, como los instintos, el miedo, los miedos asoman, agitan sus

manos invisibles, como de cadáveres, en ventanas y puertas herméticas, en los

ojos de las mujeres enlutadas y en sus pasos precipitados por la calle y en sus bocas

contraídas, en la gravedad masculina y en el silencio de los niños.

 

 

Los deseos, los ávidos deseos, los deseos pálidos y el miedo, los miedos, rechinan

en las cerraduras de las puertas, en los goznes resecos de las ventanas, y hay un olor suyo,

inconfundible, olor sudoroso, sabor salino, en los rincones de los confesonarios,

en las capillas oscurecidas, en la pila bautismal, en las pilas del agua bendita, en los

atardeceres, en las calles a toda hora del día, en la honda pausa del

mediodía, por todo el pueblo, a todas horas, un sabor a sal, un olor

a humedad, una invisible presencia terrosa, angustiosa, que nunca estalla, que nunca

ata, que oprime la garganta del forastero y sea quizá placer del vecindario,

como placer de penitencia.

 

 

En las noches de luna escapan miedos y deseos, a la carrera; pueden oírse sus pasos,

el vuelo fatigoso y violento, al ras de la calle, sobre las paredes, arriba de las azoteas.

Camisas de fuerza batidas por el aire, contorsionados los puños y las faldas,

golpeando las casas y el silencio en vuelos de pájaro ciego, negro con alas de

vampiro, de tecolote o gavilán; con alas de paloma, sí, de paloma torpe,

recién escapada, que luego volverá, barrotes adentro.  Los deseos

vuelan siembre con ventaja, en las noches de luna, los miedos corren detrás,

amenazándolos, imprecando espera, chillando:  vientos con voz aguda e inaudible.

Santan deseos de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, y en vano los miedos repitan

el salto.  Dura la vieja danza media noche.  Pasa el cansancio.  Y a la madrugada, cuando

hay luna, cuando la campana toca el alba, recomienza el brincar de los deseos jugando

con los miedos.  La mañana impone la victoria de los últimos, que ya por

todo el día serán los primeros en rondar el atrio, las calles, la plaza,

mientras los deseos yacen tendidos en las mejillas, en los labios, en los párpados,

en las frentes, en las manos, tendidos en los surcos de las caras o metidos en oscuras

alcobas, transpirando sudor que impregna el aire del pueblo.

 

 

En las noches de luna, en casas de la orilla, quién sabe si en los hondo de alguna casa

céntrica, rasguean guitarras en sordina, preñadas de melancolía,

lenguas de los deseos.  En la noches de luna, cantan en las cantinas vergonzantes una

canción profana, canción de los terrones, jinetes de los deseos.  En las

noches de luna hay dulce tristeza en los pilones exangües de la plaza, cuyas piedras reverberan

melancolía por un ausente pensamiento nazareno y una emoción samaritana,

también ausente.  Nunca estas pilas, ni en las noches de luna, quién sabe si ni

en las más negras noches, han oído un diálogo de amor; nunca vienen a

sentarse más que deseos en soledad; nunca sobre sus bordes una pareja estrechó

las manos con resortes de fiebre.  Secas pilas pulidas por el tiempo.

 

 

En las tardes cargadas de lluvia, en las horas torrenciales, en las tardes cuando ha llovido

y queda el olor de las paredes, maderas y calles mojadas, en las noches eléctricas

cuando amenaza tormenta, en las mañanas nubladas, en los días de llovizna

interminable y cuando aprieta el agobio veraniego, en las noches de intenso frío

cuando la transparencia del invierno, salen también los deseos y se les oye andar

a ritmo bailarín, se les oye cantar en cuerdas de gemido una canción profana,

invisibles demonios que a vueltas emborrachan las cruces de las fachadas, de los muros, de las

esquinas, de las garitas, y la gran cruz en el dintel del camposanto.  Los miedos alguaciles,

loqueros, habrán de sujetarlos con camisas negras y blancas, con cadenas de fierro al

conjuro de las campanas y a la sombra de los trajes talares.

 

 

Pueblo de perpetua cuaresma.  Primavera y verano atemperados por una lluvia de ceniza.

Óleo del Dies irae inexhausto para las orejas.  Agua del Asperges para las frentes.

Púas del Miserere para las espaldas.  Canon del Memento, homo, para los ojos.

Sal del Réquiem aeternam  para la memoria.  Los cuatro jinetes de las Postrimerías,

gendarmes municipales, rondan sin descanso las calles, las casas y las conciencias.

De profundis para lenguas y gargantas.  Y en los lagrimales, la cuenca de vigilia tenaz, con

dársenas en las frentes y en las mejillas.

 

 

Pueblo de ánimas.  Las calles son puentes de necesidad.  Para ir a la iglesia.

Para desahogar estrictos menesteres.  Las mujeres enlutadas llevan rítmica prisa,

el rosario y el devocionario en las manos, o embrazadas las canastas de los mandados.

Hieráticas.  Breves, cortantes los saludos de obligación.  Acaso en el

atrio se detengan un poco de bisbisear, muy poco, cual temerosas.  (Pero habrá

que fijarse bien, mucho, para ver cómo algunas veces llegan a las puertas,

lentamente, y se diría que no tienen ganas de que les abrieran, y entran con

gesto de prisioneras que dejan sobre la banqueta toda esperanza.  Habrá que fijarse

bien.  Quizá suspiran cuando la puerta vuelve a cerrarse.)  Hay sí,

hombres en las esquinas, en las afueras de los comercios, en las bancas de la plaza;

son pocos, y parcos de palabra; parecen meditantes y no brilla en sus pupilas el esplendor de

la curiosidad que acusara el gozo de la calle por la calle. A la noche habrá pasos

obsesionados y sombras embozadas bajo las oscilaciones de los faroles municipales;

y a la medianoche o muy de madrugada podrían oírse bisbiseos junto

a las cerraduras de las puertas o entre las resquebraduras de las ventanas. ÁAh! es el

gran misterio, triunfante sobre los cuatro jinetes; la vida que rompe compuertas;

pero entre sombras, con vieja discreción, como lo exige Ðy lo permite- la costumbre

del pueblo.  Mientras duermen las campanas.  Y es mejor, más recomendable,

más honesto, el lenguaje escrito:  guardan las tiendas con cautela de mercancía

vergonzante ciertos pliegos ya escritos, capaces de reducirse a toda circunstancia;

pero también hay hombres y mujeres emboscados que pueden

redactar misivas especiales, para casos difíciles o perdidos.

 

 

No se ven, pero se sienten los cintarazos de los cuatro jinetes en las mesnadas de

los instintos, al oscurecer, a las altas horas de la noche.  Rechinan los huesos,

las lenguas enjutas y sedientas.

 

 

Jinetes misteriosos de carne y sangre transitan en horas avanzadas, rumbo a las afueras,

por los caminos aledaños.  El pueblo amanece consternado, como si un coyote, como si un

lobo dejara huellas de sangre por todas las banquetas, muros, puertas y ventanas; como si

todos los vecinos se sintieran cómplices del rapto.  Allí engéndranse,

con futuras vidas, futuras venganzas y muertes.  No hay dolencia en el pueblo

como la del honor mancillado:  preferibles todas las agonías, todas las miserias

y cualquier otro género de tormentos.   ¡Cuán difícil aceptar los

hechos consumados! En las máquinas paternas ha sido para siempre rota la cuerda

más sensible, y aunque de los males el menos, ya el próximo matrimonio,

ya los próximos nietos habrán de ser frutos para siempre amargos,

arrancados a la fuerza.  Y no es frecuente tal resignación, antes la venganza sin

cuartel o el desconocimiento de por vida, inflexible, hacia la hija frágil,

hacia el yerno execrado, hacia los extraños nietos, que ni quien los miente si

se quiere guardar la amistad del ofendido.

 

 

Aun las pretensiones en forma, las relaciones cautelosas y bajo todos los respetos y disimulos,

aun los pedimentos por boca del cura y apadrinados por vecinos de influencia, caen como

centellas devastadoras, hienden el ánimo paterno, hacen llorar a las familias,

ponen luto en las casas, ojeriza en los hermanos, cuarentena para el responsable, por

ventajosos que parezcan, por esperados que hayan sido.  La novia es una yerba bamboleante

y mal tratada; pararrayo de desprecios e invectivas; ¡qué gloria familiar si cediera y a tiempo

se arrepintiese! Cuando se obstina, qué pálida llega a la parroquia en el forzoso

amanecer de la ceremonia nupcial y cómo no se atreve a mirar a quien le da las arras

y le ciñe el anillo.  Qué vergüenza los primeros días.  No quiere salir

con el marido ni a la iglesia.  Cuán externa vergüenza de sentirse madre, brújula

de miradas e íntimos comentarios.  Qué calvario del matrimonio bajo la hostil,

cerrada extrañeza colectiva, tradicional.  También los hombres se sientes

señalados, marcados por invisibles manos, por miradas capciosas, por reticencias,

en los primeros meses matrimoniales, y evaden hablar de sus goces, de sus problemas, de su

mujer, como si fueran ladrones prófugos; tiemblan las púberes cuando los ven

venir, porque han oído vagas conversaciones que les ponen espanto, vagas conversaciones

que los hacen odiosos, temibles, aunque allá muy en el fondo del terror bullan informes

inquietudes ávidas, como las de los adolescentes varones que quisieran hablar con los

recién casados, y la vergüenza los contiene, los aleja de quienes fueron

compañeros de andanzas y juegos.

 

 

Pueblo de templadas voces. Pueblo sin estridencias.  Excepto los domingos en la mañana,

sólo hasta mediodía.  Un río de sangre, de voces y colores inunda los

caminos, las calles, y refluye su hervor en el atrio de la parroquia y en la plaza tiñe

las fondas, los mesones y los comercios; río colorado cuyas aguas no se confunden o

impregnan el estanque gris; pasada la misa mayor y comprados los avíos de

la semana, los hombres de fuertes andares y gritos, las enaguas de colores chillantes

Ðanaranjadas, color de rosa, solferinas, moradas-, crujientes de almidón, los zapatos

rechinadores, los muchachitos llorones, las cabalgaduras trepidantes, toman el rumbo de

sus ranchos y dejan al pueblo con su tarde silenciosa, con sus mujeres enlutadas, con

sus monótonos campaneos, y lleno de basuras, que los diligentes vecinos

barrerán presurosos.  Ya toda la semana fondas y mesones bostezarán.

 

Fondas y mesones vacíos de ordinario.  El pueblo no está en rutas frecuentadas.

De tarde en tarde llega un agente de comercio, un empleado fiscal, o pernocta un “propio“ que

trae algún recado, algún encargo, para vecinos de categoría.  No hay

hoteles o alojamientos de comodidad.  La comodidad es un concepto extraño.

La vida no merece regalos.

 

La comida es bien sencilla.  Ordinariamente, caldo de res, sopa de pasta o de arroz, cocido y

frijoles, al mediodía; en la mañana y en la tarde, chocolate, pan y leche.  El pan

es muy bueno; su olor sahúma las tardes.

 

Las gentes viven de la agricultura.  Se cultiva mucho maíz.  Hay una sola cosecha

en el año.  Carece la comarca de presas y regadíos.  Una constante zozobra por

malos temporales deja su huella en el espíritu de las gentes.  Panaderos, carpinteros,

unos cuantos herreros y curtidores, varios canteros, cuatro zapateros, un obrajero, tres

talabarteros, dos sastres, muchos curanderos, algunos huizacheros, cinco peluqueros,

completan el cuadro de la economía.  Pero no se olviden las manos de los usureros;

hay muchos y parecen sepulcros blanqueados.

 

Los más pobres vecinos van pasándola bien, aunque con agobios.  Nadie se

ha muerto de hambre por estas tierras.  Los ricos miserables y estoicos, estoicos los

pobres, igualan un parejo vivir.  La conformidad es la mejor virtud en estas gentes que,

por lo general, no ambicionan más que ir viviendo, mientras llega la hora de una

buena muerte.  Entienden la existencia como un puente transitorio, a cuyo cabo todo se deja.

Esto y la natural resequedad cubren de vejez al pueblo, a sus casas y gentes; flota un aire de

desencanto, un sutil aire seco, al modo del paisaje, de las canteras rechupadas, de las

palabras tajantes.  Uno y mismo el paisaje y las almas.  Foscura luminosa, como de

prolongado atardecer, como de rescoldo inacabable.  Así en los ojos, así en

las bocas, en las canterías, en las maderas de puertas y ventanas, en la dura tierra

parda.  Pardo el mirar y pardos los ademanes.  Tardo el resolver, el andar, el negociar, el

hablar.  Tardo, pero categórico.  - Toda la noche lo he pensado... - Hablaremos

mañana con despacio... - El año que entra... - Para las secas...

- Para las aguas, Dios mediante... - Si para entonces no nos morimos...

 

Pueblo seco.  Sin árboles, hortalizas ni jardines.  Seco hasta para dolerse,

sin lágrimas en el llorar.  Sin mendicantes o pedigüeños gemebundos.

El pobre habla al rico lleno de un decoro, de una dignidad, que poco falta para ser

altanería.  Los cuatro jinetes igualan cualesquier condiciones.  Vive cada cual

a su modo, para sentirse libre, no sujeto a necesidades o dependencias. Ð Este no me quiere

de mediero, con otro lo conseguiré. Ð Aquél me despreció, aquí

la cortaremos. Ð Guárdese su dinero y yo mi gusto. - Mas vale paz que riqueza.

 

Pueblo seco.  Pero para las grandes fiestas Ð Jueves Santo, Jueves de Corpus, Mes de

María, Fiesta de la Asunción, Domingo del Buen Pastor, Ocho y Doce de

Diciembre, las flores rompen su clausura de patios  y salen a la calle, hacia las iglesias;

flores finas y humildes: magnolias, granduques, azucenas, geranios, nardos,  alcatraces,

margaritas, malvas, claveles, violetas, ocultamente cultivadas, fatigosamente regadas con

agua de profundos pozos; nunca otros días aparecerán en público estos

domésticos, recónditos tesoros, alhajas de disimulada ternura.  Distanciamiento

y adustez también rompen  cuando llegan las horas graves de la miseria humana:

enfermedades, muertes, tristezas, reveses; brazos y  manos mueven sus goznes,

humedécense las palabras y los ojos, las casas se abren, las gentes se visitan.

Y transcurrido el motivo, las manos y las almas vuelven a cerrarse, impasiblemente.

 

Muchas congregaciones encauzan las piadosas actividades de grandes y chicos, hombres y

mujeres.  Pero son dos las más importantes, a saber, la de la Buena Muerte y la

de las Hijas de María; en mucho y casi decisivamente, la última conforma

el carácter del pueblo, imponiendo rígida disciplina, muy rígida

disciplina, en el vestir, en el andar, en el hablar, en el pensar y en el sentir de las

doncellas, traídas a una especie de vida conventual, que hace del pueblo un monasterio.

Y es muy mal visto que una muchacha llegada a los quince años no pertenezca a la

Asociación del traje negro, la cinta azul y la medalla de plata; del traje negro con

cuello alto, mangas largas y falda hasta el tobillo; a la Asociación en donde unas a

otras quedan vigilándose con celo en competencia, y de las que ser expulsadas

constituye gravísima, escandalosa mancha, con resonancia en todos los ámbitos

de la vida.

 

La separación de sexos es rigurosa.  En la iglesia, el lado del Evangelio queda

reservado exclusivamente para los hombres, y el de la Epístola para el devoto

femenino sexo.  Aún entre parientes no es bien visto que hombre y mujer se

detengan a charlar en la calle, en la puerta, ni siquiera con brevedad.  Lo seco

del saludo debe extremarse cuando hay un encuentro de esta naturaleza, y más

aún si el hombre o la mujer van a solas; cosa no frecuente y menos tratándose

de solteras, que siempre salen acompañadas de otra persona.

 

Caras de ayuno y manos de abstinencia.  Caras sin afeites.  Labios consumidos.  Pálidos

cutis.  Más los varones tostados, consumidos por el sol.  Manos rudas, de las mujeres,

que sacan agua de los pozos; de los varones, que trabajan la tierra, lazan reses,

atan el rastrojo, desgranan maíz, acarrean piedras para las cercas, manejan

caballos, cabrestean novillos, ordeñan, hacen adobes, acarrean agua, pastura,

granos.

 

Entre mujeres enlutadas pasa la vida.  Llega la muerte.  O el amor.  El amor, que es la

más extraña, la más extrema forma de morir; la más peligrosa

y temida, la deliciosa forma de vivir el morir.

 

 

 

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