Textos selectos
del Escritor
Agustín Yáñez Delgadillo
ACTO PREPARATORIO DE LA NOVELA "AL FILO DEL AGUA"
Contacto:
eNglish Version
PUEBLO de mujeres enlutadas. Aquí, allá, en la noche, al trajín del amanecer,
en todo el santo río de la mañana, bajo la lubre del sol alto, a las luces de la tarde
-fuertes, claras, desvaídas, agónicas-; viejecitas, mujeres maduras, muchachas de
lozanía, párvulas; en los atrios de iglesias, en la soledad callejera, en los interiores
de tiendas y de algunas casas -cuán pocas- furtivamente abiertas.
Gentes y calles absortas. Regulares las hiladas de muros, a grades lienzos vacíos. Puertas y
ventanas de austera cantería, cerradas con tablones macizos, de nobles, rancias maderas,
desnudas de barnices y vidrios, todas como trabajadas por uno y el mismo artífice rudo y
exacto. Pátina del tiempo, del sol, de las lluvias, de las manos consuetudinarias, en los
portones, en los dinteles y sobre los umbrales. Casas de las que no escapan rumores, risas,
gritos, llantos; pero a lo alto, la fragancia de finos leños consumidos en hornos y
cocinas, envuelta para regalo del cielo con telas de humo.
En el corazón y en los aledaños al igual hermetismo. Casas de las orillas, junto
al río, junto al cerro, al salir de los caminos, con la nobleza de su cantería, que
sella dignidad a los muros de adobe.
Y cruces de remate de la fachada más humilde, coronas de las esquinas, en las paredes
interminables; cruces de piedra, de cal y canto, de madera, de palma; unas, anchas,
otras altas; y pequeñas y frágiles, y perfectas, y toscas.
Pueblo sin fiestas, que no la danza diaria de sol con su ejército de vibraciones.
Pueblo sin otras músicas que cuando clamorean las campanas, propicias a doblar
por angustias, y cuando en las iglesias la opresión se desata en melodías
plañideras, en coros atiplados y roncos. Tertulias, nunca. Horror al baile: ni por
pensamiento: nunca, nunca. Las familias entre sí se visitan sólo en caso
de pésame o enfermedad, quizás cuando ha llegado un ausente mucho tiempo
esperado.
Pueblo seco, sin árboles ni huertos. Entrada y cementerio sin árboles.
Plaza de matas regadas. El río enjuto por los mayores meses; río de grandes
losas brillantes al sol. Áridos lomeríos por paisaje, cuyas líneas escuetas
van superponiendo iguales horizontes. Lomeríos. Lomeríos.
Pueblo sin alameda. Pueblo de sol, reseco, brillante. Pilones de cantera, consumidos, en las
plazas, en las esquinas. Pueblo cerrado. Pueblo de mujeres enlutadas. Pueblo solemne.
La limpieza pone una nota de vida. Bien barridas las calles. Enjalbegadas las casas y
ninguna, ni en las orillas, ruinosa. Afeitados los varones, viejos de cara cenceña
muchas chapeteados, muchachos pálidos, de limpias camias, de limpios pantalones;
limpios los catrines, limpios los charros, limpios los jornaleros de calzón blanco.
Limpias las mujeres pálidas, enlutadas, pálidas y enlutadas, que son el
alma de los atrios, de las calles ensolecidas, de las alcobas furtivamente abiertas.
Nota de vida y de frescura, las calles bien barridas bajo el sol y al cabo del día,
entre la noche. Mujeres enlutadas, madrugadoras, riegan limpieza desde secretos pozos.
En cada casa un brocal, oculto a las miradas forasteras, como las yerbas florecidas en
macetas que pueblan los secretos patios, los adentrados corredores, olientes a frescura
y a paz.
Muy más adentro la cocina, donde también se come y es el centro del claustro familiar.
Allí las mujeres vestidas de luto, pero destocadas, lisamente peinadas.
Luego las recámaras. Imágenes. Imágenes. Lámparas. Una petaquilla
cerrada con llave. Algún armario. Ropas colgadas, como ahorcados fantasmas.
Canasta con cereales. Algunas sillas. Todo pegado a las paredes. La cama,
las camas arrinconadas (debajo, canas con ropa blanca). Y en medio de las piezas,
grandes, vacíos espacios.
Salas que lo son por sus muchas sillas y algún canapé. No falta una cama.
La cama del señor. En las rinconeras, las imágenes principales del pueblo y del hogar,
con flores de artificios, esferas y tibores. La Mano de la Providencia, el Santo Cristo,
alguna Cruz Milagrosa que fue aparecida en algún remoto tiempo, a algún
ancestro legendoso.
De las casa emana el aire de misterio y hermetismo que sombrea las cales y el pueblo.
De las torres bajan las órdenes que rigen el andar de la casa. Campanadas de hora fija,
clamores, repiques.
Pueblo conventual. Cantinas vergonzantes. Barrio maldito, perdido entre las breñas,
por entre la cuesta baja del río seco. Pueblo sin billares, ni fonógrafos, ni pianos.
Pueblo de mujeres enlutadas.
El deseo, los deseos disimulan su respiración. Y hay que pararse un poco para oírla,
para entenderla tras de las puertas atrancadas, en el rastro de las mujeres con luto,
de los hombres graves, de los muchachos colorados y de los muchachillos pálidos.
Hay que oírla en los rezos y cantos eclesiásticos adonde se refugia.
Respiración profunda, respiración de fiebre a fuerzas contenida.
Los chiquillos no pueden menos que gritar, a veces. Trepidan las calles. ÃCantarán
las mujeres! No, nunca, sino en la iglesia los viejos coros de generación en
generación aprendidos. El cura y sus ministros pasan con traje
talares y los hombres van descubriéndose; los hombres y las mujeres enlutadas, los
niños, les besan la mano. Cuando llevan el Santísimo, revestidos, un acólito
Ãrevestido- va tocando la campanilla y el pueblo se postra; en las calles, en la plaza.
Cuando las campanas anuncian la elevación y la bendición,, el
pueblo se postra, en las calles y en la plaza. Cuando a campanadas lentas,
lentísimas, tocan las doce, las tres y la oración, se quitan el
sombrero los hombres, en las calles y en la plaza. Cuando la Campana Mayor, pesada,
lentísimamente, toda el alba, en oscuras alcobas hay toses de
ancianidad y nicotina, toses leves y viriles, con rezos largos, profundos, de sonoras cuerdas
a medio apagar; viejecitos de nuca seca, mujeres y campesinos madrugadores arrodillados en
oscuros lechos, vistiéndose, rayando fósforos, tal vez bostezando, entre palabras
de oración, mientras la Campana ronca da el alba con solemne lentitud, pesadamente.
Los matrimonios son en las primeras misas. A oscuras. O cuando raya la claridad, todavía
indecisa. Como si hubiera un cierto género de vergüenza. Misteriosa. Los matrimonios
nunca tienen la solemnidad de los entierros, de las misas de cuerpo presente, extendiéndose
por el cielo como humo; cuando los tres padres y los cuatro monagos vienen por el atrio,
por las calles, al cementerio, ricamente ataviados de negro, entre cien cirios, al son
de cantos y campanas.
Hay toques de agonía que piden a todo el pueblo, sobre los patios, en los rincones de la plaza,
de las calles, de las recámaras, que piden oraciones por un moribundo.
Los vecinos rezan el "Sal, alma cristina, de este mundo... y la oración de la Sábana Santa.
Cuando la vida se consume, las campanas mudan ritmo y los vecinos tienen cuenta de que un
alma está rindiendo severísimo Juicio. Corres una común angustia por
las calles, por las tiendas, entre las casas. Algunas genes que han entrado a ayudar
a bien morir, se retiran; otras, de mayor confianza, se quedan a ayudar a vestir al difunto,
cuando sea pasado un rato de respeto, mientras acaba el Juicio, pero antes de que el cuerpo
se enfríe.
Las campanas repican los domingos y fiestas de guardar. También los jueves en la noche.
Sólo son alegres cuando repican a horas de sol. El sol es la alegría del pueblo,
una casi incógnita alegría, una disimulada alegría, como los afectos, como
los deseos, como los instintos.
Como los afectos, como los deseos, como los instintos, el miedo, los miedos asoman, agitan sus
manos invisibles, como de cadáveres, en ventanas y puertas herméticas, en los
ojos de las mujeres enlutadas y en sus pasos precipitados por la calle y en sus bocas
contraídas, en la gravedad masculina y en el silencio de los niños.
Los deseos, los ávidos deseos, los deseos pálidos y el miedo, los miedos, rechinan
en las cerraduras de las puertas, en los goznes resecos de las ventanas, y hay un olor suyo,
inconfundible, olor sudoroso, sabor salino, en los rincones de los confesonarios,
en las capillas oscurecidas, en la pila bautismal, en las pilas del agua bendita, en los
atardeceres, en las calles a toda hora del día, en la honda pausa del
mediodía, por todo el pueblo, a todas horas, un sabor a sal, un olor
a humedad, una invisible presencia terrosa, angustiosa, que nunca estalla, que nunca
ata, que oprime la garganta del forastero y sea quizá placer del vecindario,
como placer de penitencia.
En las noches de luna escapan miedos y deseos, a la carrera; pueden oírse sus pasos,
el vuelo fatigoso y violento, al ras de la calle, sobre las paredes, arriba de las azoteas.
Camisas de fuerza batidas por el aire, contorsionados los puños y las faldas,
golpeando las casas y el silencio en vuelos de pájaro ciego, negro con alas de
vampiro, de tecolote o gavilán; con alas de paloma, sí, de paloma torpe,
recién escapada, que luego volverá, barrotes adentro. Los deseos
vuelan siembre con ventaja, en las noches de luna, los miedos corren detrás,
amenazándolos, imprecando espera, chillando: vientos con voz aguda e inaudible.
Santan deseos de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, y en vano los miedos repitan
el salto. Dura la vieja danza media noche. Pasa el cansancio. Y a la madrugada, cuando
hay luna, cuando la campana toca el alba, recomienza el brincar de los deseos jugando
con los miedos. La mañana impone la victoria de los últimos, que ya por
todo el día serán los primeros en rondar el atrio, las calles, la plaza,
mientras los deseos yacen tendidos en las mejillas, en los labios, en los párpados,
en las frentes, en las manos, tendidos en los surcos de las caras o metidos en oscuras
alcobas, transpirando sudor que impregna el aire del pueblo.
En las noches de luna, en casas de la orilla, quién sabe si en los hondo de alguna casa
céntrica, rasguean guitarras en sordina, preñadas de melancolía,
lenguas de los deseos. En la noches de luna, cantan en las cantinas vergonzantes una
canción profana, canción de los terrones, jinetes de los deseos. En las
noches de luna hay dulce tristeza en los pilones exangües de la plaza, cuyas piedras reverberan
melancolía por un ausente pensamiento nazareno y una emoción samaritana,
también ausente. Nunca estas pilas, ni en las noches de luna, quién sabe si ni
en las más negras noches, han oído un diálogo de amor; nunca vienen a
sentarse más que deseos en soledad; nunca sobre sus bordes una pareja estrechó
las manos con resortes de fiebre. Secas pilas pulidas por el tiempo.
En las tardes cargadas de lluvia, en las horas torrenciales, en las tardes cuando ha llovido
y queda el olor de las paredes, maderas y calles mojadas, en las noches eléctricas
cuando amenaza tormenta, en las mañanas nubladas, en los días de llovizna
interminable y cuando aprieta el agobio veraniego, en las noches de intenso frío
cuando la transparencia del invierno, salen también los deseos y se les oye andar
a ritmo bailarín, se les oye cantar en cuerdas de gemido una canción profana,
invisibles demonios que a vueltas emborrachan las cruces de las fachadas, de los muros, de las
esquinas, de las garitas, y la gran cruz en el dintel del camposanto. Los miedos alguaciles,
loqueros, habrán de sujetarlos con camisas negras y blancas, con cadenas de fierro al
conjuro de las campanas y a la sombra de los trajes talares.
Pueblo de perpetua cuaresma. Primavera y verano atemperados por una lluvia de ceniza.
Óleo del Dies irae inexhausto para las orejas. Agua del Asperges para las frentes.
Púas del Miserere para las espaldas. Canon del Memento, homo, para los ojos.
Sal del Réquiem aeternam para la memoria. Los cuatro jinetes de las Postrimerías,
gendarmes municipales, rondan sin descanso las calles, las casas y las conciencias.
De profundis para lenguas y gargantas. Y en los lagrimales, la cuenca de vigilia tenaz, con
dársenas en las frentes y en las mejillas.
Pueblo de ánimas. Las calles son puentes de necesidad. Para ir a la iglesia.
Para desahogar estrictos menesteres. Las mujeres enlutadas llevan rítmica prisa,
el rosario y el devocionario en las manos, o embrazadas las canastas de los mandados.
Hieráticas. Breves, cortantes los saludos de obligación. Acaso en el
atrio se detengan un poco de bisbisear, muy poco, cual temerosas. (Pero habrá
que fijarse bien, mucho, para ver cómo algunas veces llegan a las puertas,
lentamente, y se diría que no tienen ganas de que les abrieran, y entran con
gesto de prisioneras que dejan sobre la banqueta toda esperanza. Habrá que fijarse
bien. Quizá suspiran cuando la puerta vuelve a cerrarse.) Hay sí,
hombres en las esquinas, en las afueras de los comercios, en las bancas de la plaza;
son pocos, y parcos de palabra; parecen meditantes y no brilla en sus pupilas el esplendor de
la curiosidad que acusara el gozo de la calle por la calle. A la noche habrá pasos
obsesionados y sombras embozadas bajo las oscilaciones de los faroles municipales;
y a la medianoche o muy de madrugada podrían oírse bisbiseos junto
a las cerraduras de las puertas o entre las resquebraduras de las ventanas. ÃAh! es el
gran misterio, triunfante sobre los cuatro jinetes; la vida que rompe compuertas;
pero entre sombras, con vieja discreción, como lo exige Ãy lo permite- la costumbre
del pueblo. Mientras duermen las campanas. Y es mejor, más recomendable,
más honesto, el lenguaje escrito: guardan las tiendas con cautela de mercancía
vergonzante ciertos pliegos ya escritos, capaces de reducirse a toda circunstancia;
pero también hay hombres y mujeres emboscados que pueden
redactar misivas especiales, para casos difíciles o perdidos.
No se ven, pero se sienten los cintarazos de los cuatro jinetes en las mesnadas de
los instintos, al oscurecer, a las altas horas de la noche. Rechinan los huesos,
las lenguas enjutas y sedientas.
Jinetes misteriosos de carne y sangre transitan en horas avanzadas, rumbo a las afueras,
por los caminos aledaños. El pueblo amanece consternado, como si un coyote, como si un
lobo dejara huellas de sangre por todas las banquetas, muros, puertas y ventanas; como si
todos los vecinos se sintieran cómplices del rapto. Allí engéndranse,
con futuras vidas, futuras venganzas y muertes. No hay dolencia en el pueblo
como la del honor mancillado: preferibles todas las agonías, todas las miserias
y cualquier otro género de tormentos. ¡Cuán difícil aceptar los
hechos consumados! En las máquinas paternas ha sido para siempre rota la cuerda
más sensible, y aunque de los males el menos, ya el próximo matrimonio,
ya los próximos nietos habrán de ser frutos para siempre amargos,
arrancados a la fuerza. Y no es frecuente tal resignación, antes la venganza sin
cuartel o el desconocimiento de por vida, inflexible, hacia la hija frágil,
hacia el yerno execrado, hacia los extraños nietos, que ni quien los miente si
se quiere guardar la amistad del ofendido.
Aun las pretensiones en forma, las relaciones cautelosas y bajo todos los respetos y disimulos,
aun los pedimentos por boca del cura y apadrinados por vecinos de influencia, caen como
centellas devastadoras, hienden el ánimo paterno, hacen llorar a las familias,
ponen luto en las casas, ojeriza en los hermanos, cuarentena para el responsable, por
ventajosos que parezcan, por esperados que hayan sido. La novia es una yerba bamboleante
y mal tratada; pararrayo de desprecios e invectivas; ¡qué gloria familiar si cediera y a tiempo
se arrepintiese! Cuando se obstina, qué pálida llega a la parroquia en el forzoso
amanecer de la ceremonia nupcial y cómo no se atreve a mirar a quien le da las arras
y le ciñe el anillo. Qué vergüenza los primeros días. No quiere salir
con el marido ni a la iglesia. Cuán externa vergüenza de sentirse madre, brújula
de miradas e íntimos comentarios. Qué calvario del matrimonio bajo la hostil,
cerrada extrañeza colectiva, tradicional. También los hombres se sientes
señalados, marcados por invisibles manos, por miradas capciosas, por reticencias,
en los primeros meses matrimoniales, y evaden hablar de sus goces, de sus problemas, de su
mujer, como si fueran ladrones prófugos; tiemblan las púberes cuando los ven
venir, porque han oído vagas conversaciones que les ponen espanto, vagas conversaciones
que los hacen odiosos, temibles, aunque allá muy en el fondo del terror bullan informes
inquietudes ávidas, como las de los adolescentes varones que quisieran hablar con los
recién casados, y la vergüenza los contiene, los aleja de quienes fueron
compañeros de andanzas y juegos.
Pueblo de templadas voces. Pueblo sin estridencias. Excepto los domingos en la mañana,
sólo hasta mediodía. Un río de sangre, de voces y colores inunda los
caminos, las calles, y refluye su hervor en el atrio de la parroquia y en la plaza tiñe
las fondas, los mesones y los comercios; río colorado cuyas aguas no se confunden o
impregnan el estanque gris; pasada la misa mayor y comprados los avíos de
la semana, los hombres de fuertes andares y gritos, las enaguas de colores chillantes
Ãanaranjadas, color de rosa, solferinas, moradas-, crujientes de almidón, los zapatos
rechinadores, los muchachitos llorones, las cabalgaduras trepidantes, toman el rumbo de
sus ranchos y dejan al pueblo con su tarde silenciosa, con sus mujeres enlutadas, con
sus monótonos campaneos, y lleno de basuras, que los diligentes vecinos
barrerán presurosos. Ya toda la semana fondas y mesones bostezarán.
Fondas y mesones vacíos de ordinario. El pueblo no está en rutas frecuentadas.
De tarde en tarde llega un agente de comercio, un empleado fiscal, o pernocta un “propio“ que
trae algún recado, algún encargo, para vecinos de categoría. No hay
hoteles o alojamientos de comodidad. La comodidad es un concepto extraño.
La vida no merece regalos.
La comida es bien sencilla. Ordinariamente, caldo de res, sopa de pasta o de arroz, cocido y
frijoles, al mediodía; en la mañana y en la tarde, chocolate, pan y leche. El pan
es muy bueno; su olor sahúma las tardes.
Las gentes viven de la agricultura. Se cultiva mucho maíz. Hay una sola cosecha
en el año. Carece la comarca de presas y regadíos. Una constante zozobra por
malos temporales deja su huella en el espíritu de las gentes. Panaderos, carpinteros,
unos cuantos herreros y curtidores, varios canteros, cuatro zapateros, un obrajero, tres
talabarteros, dos sastres, muchos curanderos, algunos huizacheros, cinco peluqueros,
completan el cuadro de la economía. Pero no se olviden las manos de los usureros;
hay muchos y parecen sepulcros blanqueados.
Los más pobres vecinos van pasándola bien, aunque con agobios. Nadie se
ha muerto de hambre por estas tierras. Los ricos miserables y estoicos, estoicos los
pobres, igualan un parejo vivir. La conformidad es la mejor virtud en estas gentes que,
por lo general, no ambicionan más que ir viviendo, mientras llega la hora de una
buena muerte. Entienden la existencia como un puente transitorio, a cuyo cabo todo se deja.
Esto y la natural resequedad cubren de vejez al pueblo, a sus casas y gentes; flota un aire de
desencanto, un sutil aire seco, al modo del paisaje, de las canteras rechupadas, de las
palabras tajantes. Uno y mismo el paisaje y las almas. Foscura luminosa, como de
prolongado atardecer, como de rescoldo inacabable. Así en los ojos, así en
las bocas, en las canterías, en las maderas de puertas y ventanas, en la dura tierra
parda. Pardo el mirar y pardos los ademanes. Tardo el resolver, el andar, el negociar, el
hablar. Tardo, pero categórico. - Toda la noche lo he pensado... - Hablaremos
mañana con despacio... - El año que entra... - Para las secas...
- Para las aguas, Dios mediante... - Si para entonces no nos morimos...
Pueblo seco. Sin árboles, hortalizas ni jardines. Seco hasta para dolerse,
sin lágrimas en el llorar. Sin mendicantes o pedigüeños gemebundos.
El pobre habla al rico lleno de un decoro, de una dignidad, que poco falta para ser
altanería. Los cuatro jinetes igualan cualesquier condiciones. Vive cada cual
a su modo, para sentirse libre, no sujeto a necesidades o dependencias. Ã Este no me quiere
de mediero, con otro lo conseguiré. Ã Aquél me despreció, aquí
la cortaremos. Ã Guárdese su dinero y yo mi gusto. - Mas vale paz que riqueza.
Pueblo seco. Pero para las grandes fiestas à Jueves Santo, Jueves de Corpus, Mes de
María, Fiesta de la Asunción, Domingo del Buen Pastor, Ocho y Doce de
Diciembre, las flores rompen su clausura de patios y salen a la calle, hacia las iglesias;
flores finas y humildes: magnolias, granduques, azucenas, geranios, nardos, alcatraces,
margaritas, malvas, claveles, violetas, ocultamente cultivadas, fatigosamente regadas con
agua de profundos pozos; nunca otros días aparecerán en público estos
domésticos, recónditos tesoros, alhajas de disimulada ternura. Distanciamiento
y adustez también rompen cuando llegan las horas graves de la miseria humana:
enfermedades, muertes, tristezas, reveses; brazos y manos mueven sus goznes,
humedécense las palabras y los ojos, las casas se abren, las gentes se visitan.
Y transcurrido el motivo, las manos y las almas vuelven a cerrarse, impasiblemente.
Muchas congregaciones encauzan las piadosas actividades de grandes y chicos, hombres y
mujeres. Pero son dos las más importantes, a saber, la de la Buena Muerte y la
de las Hijas de María; en mucho y casi decisivamente, la última conforma
el carácter del pueblo, imponiendo rígida disciplina, muy rígida
disciplina, en el vestir, en el andar, en el hablar, en el pensar y en el sentir de las
doncellas, traídas a una especie de vida conventual, que hace del pueblo un monasterio.
Y es muy mal visto que una muchacha llegada a los quince años no pertenezca a la
Asociación del traje negro, la cinta azul y la medalla de plata; del traje negro con
cuello alto, mangas largas y falda hasta el tobillo; a la Asociación en donde unas a
otras quedan vigilándose con celo en competencia, y de las que ser expulsadas
constituye gravísima, escandalosa mancha, con resonancia en todos los ámbitos
de la vida.
La separación de sexos es rigurosa. En la iglesia, el lado del Evangelio queda
reservado exclusivamente para los hombres, y el de la Epístola para el devoto
femenino sexo. Aún entre parientes no es bien visto que hombre y mujer se
detengan a charlar en la calle, en la puerta, ni siquiera con brevedad. Lo seco
del saludo debe extremarse cuando hay un encuentro de esta naturaleza, y más
aún si el hombre o la mujer van a solas; cosa no frecuente y menos tratándose
de solteras, que siempre salen acompañadas de otra persona.
Caras de ayuno y manos de abstinencia. Caras sin afeites. Labios consumidos. Pálidos
cutis. Más los varones tostados, consumidos por el sol. Manos rudas, de las mujeres,
que sacan agua de los pozos; de los varones, que trabajan la tierra, lazan reses,
atan el rastrojo, desgranan maíz, acarrean piedras para las cercas, manejan
caballos, cabrestean novillos, ordeñan, hacen adobes, acarrean agua, pastura,
granos.
Entre mujeres enlutadas pasa la vida. Llega la muerte. O el amor. El amor, que es la
más extraña, la más extrema forma de morir; la más peligrosa
y temida, la deliciosa forma de vivir el morir.
Derechos Reservados 2004-2016 por Agustín Yáñez Figueroa bajo autorizacion de los Herederos de Agustín Yáñez. Todo el contenido de este sitio, incluidas todas las paginas internas, son propiedad del autor, Agustín Yáñez Figueroa. Ninguna parte del contenido de este sitio puede ser usado o reproducido sin el permiso expreso del autor. Copyright 2004 by Agustín Yáñez Figueroa with permission given by the Heirs of Agustín Yáñez. All contents of this website (including all internal pages) are Copyrighted by the author, Agustín Yáñez Figueroa. May not be reproduced or copied without author's permission.